EL HOSPICIANO ~Recuerdos de niñez~

JOAQUÍN ECHEVERRÍA ALONSO

Siendo muy niño una familia me sacó por unos días de la Casa Cuna. Se me grabó en la memoria aquel día, que después de recorrer caminos polvorientos cuajados de piedras de pico y de raíces con las que tropezar, llegué cansado a una casa que no conocía.

Entré, estaba oscura, me pasaron a una pieza, me senté en un banco corrido frente a una ventana, me sirvieron un vaso de leche, tomé la leche, tenía azúcar. Hasta ese momento estaba tan absorto en mi cansancio, que no reparaba en nada que no fueran mis pies doloridos o el sueño que sentía. Fulgencio, creo recordar que así se llamaba mi huésped me dijo: ¿Quieres ir a dormir? Aun era de día, pero no dudé en responder afirmativamente.

A la mañana, ya tarde, me despertó el bullicio. Un niño, menor que yo, me miraba con curiosidad, me vestí. Mi ropa del día anterior estaba sobre una silla, alguien la había ordenado primorosamente, como yo nunca hubiera sabido.

Bajé con Manolín, así dijo llamarse mi guía, me condujo a la cocina que me resultó de lo más alegre. Había allí una mujer vestida de negro como todas las aldeanas, con moño pegado a la nuca. Hoy supongo que no tendría arriba de 40 años, pero entonces para mí pertenecía a ese colectivo femenino de mujeres vistas como amas de cría, con sus redondeces y su sonrisa bondadosa. Las empleadas del hospicio con sus batas grises eran otra cosa, serias de cara angulosa, diría que tenían amargura en la mirada.

Me acomodaron en la mesa de comer, esta vez vi que era grande, sobre ella había un cuenco de madera con pan de hogaza en rebanadas y un hervidor con leche. También había azúcar en un cuenco, mantequilla en un recipiente de madera y una botella de vino.

Estaban en la cocina tres o cuatro niñas mayores, no estoy seguro. Me miraban con curiosidad y querían ser obsequiosas conmigo.

Aunque yo había comenzado el día con la mañana ya muy terciada, a Manolín y a mí aún nos dio tiempo a ir a la fuente por agua, a recoger caracoles y a echárselos a las gallinas, ¡Como corrían a comerlos cuando se los tiramos dentro del gallinero cerrado por la tela metálica! Luego nos fuimos a pasear por la aldea a modo de visita turística, mi cicerone muy excitado me contaba todo, como se llamaba este, si el otro tenía dos hermanos, si aquel perru era muy gafu, etc.

A medio día nos sentamos a la mesa, miré asombrado, Fulgencio estaba a la cabecera. La señora de la mañana, de pie sin sentarse organizaba todo. Las niñas de la mañana colaboraban poniendo la mesa, Manolín y yo fuimos sentados compartiendo una especie de baúl o arca, luego fueron apareciendo mozos y mozas hasta que fuimos 15 en la mesa. Le pregunté a Manolín por lo bajo que cómo había tanta gente, me dijo que eran sus hermanos. Me sorprendió que se sirviera vino a los niños, en la Casa Cuna no se nos ponía vino. A Manolín y a mí nos pusieron en un vasito a compartir. Él era el pequeño de la casa.

No recuerdo nada más de esa comida. Los días transcurrieron para mí viendo aparejar vacas a los yugos de los carros y discurrir las labores aldeanas que no dejaban de interesarme, pronto dejé de ser la curiosidad de la casa y pasé a ser tratado como uno más. El tercer día conocí a un niño descarado y entrometido. Manolín me explicó que era el monaguillo, como si yo debiera saber que era eso, pensé que debía ser algo muy importante. El monaguillo en seguida quiso ser el centro de la reunión, hoy supongo que para llamar la atención de la más pequeña de las chicas, me arrancó la gorra y la arrojó a un charco. Su intento de humillarme y robarme protagonismo me molestó… ¿Qué pensaría Teresina? Impaciente le di un golpe en la nariz con algo que tenía a mano. Se asustó y salió corriendo. Por un tiempo fui el héroe de Manolín.

Desde ese momento Manolín me trataba con más deferencia y contaba a todos lo sucedido. Halagado, me sentía importante, en el hospicio era uno de muchos.

Al día siguiente fuimos a la fuente y allí estaba Teresina lavando las calderetas de la leche. Hablaba con el monaguillo, éste cuando me vio puso mala cara y se fue. No sé que pasó, pero la niña comenzó a tratarme mal. Ella me gustaba y quise hacerme respetar. La empujé, me sentía seguro de mi fuerza y coraje, quería exhibirme. Ella cogió una caldereta y me golpeó hasta que no fui capaz de oponer la más mínima resistencia. Al comienzo humillado y después ya sólo lloroso y dolorido regresé a la casa a buscar consuelo. Allí me cuidaron, no hay nada para eso como ese modelo de mujer, que era la madre de Manolín y sus coetáneas, creo que ya no se fabrican así en Occidente. Sus hermanas mayores también fueron complacientes.

Manolín perdió la admiración por mí. Días después volví a mi casa, a la Casa Cuna y allí seguí siendo uno más, anónimo como siempre había sido. Durante mucho tiempo pensé que Fulgencio volvería a llevarme unos días a su casa. Era mi ilusión, mi motor para vivir, recordaba con fruición los desayunos de aquella casa y la bondad de su dueña. También pensaba que Manolín recordaría mi hazaña y cuando me viera la celebraría conmigo como había hecho entonces y que Teresina… bueno que Teresina me curaría cuando me hiciera daño.


Publicado por Joaquín Echeverría Alonso

Ingeniero de minas . Aficionado a contar historias más o menos reales.

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: