Ramón era un adolescente de familia bien situada, trabajaba más de lo que podría esperarse de un joven de su clase social, a sus diecisiete años cargaba con el peso del trabajo de una granja adquirida recientemente por su familia.
La granja tenía buenas dimensiones, todo el terreno estaba en un único lote y soportaba algo más de una docena de vacas, pintas y ratinas, un toro semental de raza selecta, un par de caballos como animales de tiro y dos docenas de gallinas, tenían además varios perros. También cultivaba una huerta en la parte baja y había una pomarada que había que podar, encalar y recoger, de la que salían algunas manzanas para el restaurante de la familia, el consumo familiar y también elaboraban sidra con las menos apetecibles.
(En esa comarca a las vacas frisonas se las llamaba pintas y a las parda alpina se las llamaba ratinas, las autóctonas eran rubias, casinas las pequeñas muy actas para los pastos altos y carreñas o asturianas del valle las de la misma raza pero más grandes)
La anterior propietaria de la finca había sido doña Púrpura, señora soltera perteneciente a la nobleza local, ya se ha insistido en la gran raigambre de los naturales de Cangues, descendientes de reyes y de sus electores, mientras se pudo elegir, ya no se puede, y de regicidas que atemorizaron y alejaron al primer rey que ejerció fuera del contorno de los ríos occidentales de las montañas nevadas que con el tiempo pasarían a llamarse Picos de Europa.
Esta señora había participado con sus parientes en el reparto del cuantioso patrimonio de su familia, que se deshizo en sucesivas herencias, pese a todo doña Púrpura quedó lo suficientemente rica como para ser apetecible, pese a lo que no se casó. Su destino era morir cristiana y devotamente, dejando su patrimonio a la iglesia como tantas otras y otros que no teniendo descendencia creen que es el mejor fin para aquello que no va a ir a la tumba con ellos.
Decía que doña Púrpura era una mujer pudiente de vida ordenada, se podría decir beata, su gran relación con la iglesia la ponía en disposición de realizar obras de caridad, muchas veces inspirada por don Juan el cura.
En la época de la historia se estaba construyendo una nueva iglesia por la generosidad de don José y llegaban a Cangues gran cantidad de obreros, muchos de ellos canteros gallegos.
En la obra de la iglesia había un chico andaluz, decía llamarse Frasquito, tenía un aspecto enfermizo, era un hospiciano recién salido de la protección de una Casa Cuna, que despertó cierto sentimiento de pena en don Juan, que lo presentó en casa de doña Púrpura, rogándole su protección, ésta le acogió con la caridad de caracteriza a ciertas damas, debió ver en él a un pobre niño desvalido. Tal vez no solamente le encontró desvalido, tal vez también adorable, a juzgar por como se desarrollaron los hechos.
La protección comenzó invitándolo a comer algunos días, de ahí se pasó a invitarlo a vivir en la casa, dejando Frasquito de ir a trabajar a la obra. Pasado un tiempo, doña Púrpura pensó en adoptar a Frasquito, pidió consejo, no lo necesitaba, estaba absolutamente decidida y expresaba una vehemencia propia de más jóvenes años de los que gastaba a la fecha la anciana.
Frasquito empezó a manejar dinero, aparecía por la obra a la hora de comer, invitando a los antiguos compañeros de tajo. Doña Púrpura y Frasquito dieron mucho que hablar:
-Esa doña Púrpura está tocha, no conoz a esi de nada, ¿Qué habrá vistu en él?, yo no i’encuentro nada de particular. ¿Porqué no prohija a la hija del hermanu?, esa que él nunca quiso reconocer hasta que se murió, que bien arrepentíu estaba el probe, esa sí que lu necesita y tantu o más que esi Frascu o como se llame, y al fin y al cabu e la su sobrina. Otro decía: ¿Porqué no a los sobrinos de la criada que bien buenos son con elles?-, otro dice: -Pa dalo a la Iglesia mejor e dailo al rapaz esi, otro: pues a mi esi mozu no mi gusta nada, además e rizosu y ya se sabe que los rizosos…-, etc. Total el asunto dio mucho que hablar.
(Tocha, en el idioma local significa algo entre loco y estúpido)
Frasquito fue adoptado, no sé como habrá reaccionado don Juan, supongo que no le haría mucha gracia; Frasquito empezó a viajar lejos y a gastar. La liquidez de la casa enseguida se evaporó, Frasquito no veía el dinero delante. Su inclinación a ejercer la caridad “mal entendida”, al lujo pueril, a la ostentación soberbia y a los placeres desenfrenados, hacían que todo dinero fuera poco.
Doña Púrpura comenzó a vender sus propiedades, a medida que Frasquito cogía más dinero sus viajes duraban más, amigas de doña Púrpura le decían:
-Vas quedate sin na-. Contestación: -No importa, él e muy buenu y lo merez tou, no ves lo cariñosu que e, los besos que mi da, y no habiéndose criau conmigo quierme como un hiju, tene’i en cuenta que siempre vien a veme pa que no pase pena, además bastante sufrió ya anantes-.
La anciana criada de la casa también participó en la defensa del “hijo de la casa”, poniéndose a su entera disposición con todos sus bienes, “que alguno tenía”.
La realidad es que hubo buenas oportunidades para quien tuvo dinero hasta que doña púrpura terminó con todo. La prisa de Frasquito en realizar, en convertir todo en dinero, también influyó poderosamente en dar oportunidades a los inversores.
Derrochó el bien entre todos; a doña Púrpura: ¡Amor!, le dio todo el amor filial posible, eso si la cosa no pasó de ahí, y lo digo sin animo de caer en maledicencia, pero con la duda, fruto de mi aldeana desconfianza. A los obreros de la obra de la iglesia: también les dio amor, materializado en invitaciones de comida y bebida y a algunos de ellos a divertidísimas juergas, tanto en Cangues, como en la Capital. A la economía del pueblo la trató aún mejor, pues le proporcionó apetecibles bienes para comprar.
Lo cierto es que la familia de Ramón había comprado la finca citada y había que atenderla, sus padres no estaban físicamente para esos trotes y tenían otros negocios que les mantenían ocupados, sus hermanos eran demasiado pequeños para ello y a él le tocaba por exclusión la explotación de la tierra.
La finca estaba en la falda de una montaña, constaba de extensos prados, huerta en la parte de abajo y un castañeu en la parte de arriba que era más pendiente y por ello menos aprovechable como prado de heno o de pastos. Este bosque la separaba de una aldea del monte de nombre Narciandi, creo recordar, nombre por cierto de fonética local muy característica.

La casa de la finca no estaba acondicionada, llevaba mucho tiempo descuidada, nadie hacía una limpieza adecuada, tenía unos cien metros de vivienda en la planta principal y los establos en la planta baja, como era de rigor en las casas de campo de la zona que emplean el ganado como calefacción. La vivienda no era vivida por la familia solamente dormía en ella regularmente el criado, joven casi adolescente, procedente de una aldea algo lejana y ocasionalmente algún jornalero al que se le hacía tarde y debía comenzar temprano en la mañana.
Para acceder a la casa además de ir al borde del pueblo era necesario recorrer un empinado camino de cerca de un kilómetro por un sendero de la propia finca. Ramón vivía en el otro extremo de la villa, no sé porqué digo villa donde debería decir ciudad. Se levantaba temprano, atravesaba el pueblo en bicicleta, andaba el sendero de la finca con la bici “de ramal”, colaboraba con el criado en el ordeño de las vacas, cebaba a los animales, organizaba el trabajo del criado, se adecentaba y se iba al instituto, donde realizaba una jornada normal de escolar, para volver por la tarde a supervisar el estado de cosas, y así un día tras otro.
Los sábados y festivos y durante las vacaciones el trabajo se prolongaba como una jornada amplia, con un tiempo para expansión al medio día que se reunía con sus amigos en el río para bañarse o en el local de juegos recreativos, llamado el Borinquen, cuando no hacía calor. En verano a última hora de la tarde volvía a disponer de tiempo para reunirse con algunos amigos.

Ramón era una persona de buena presencia, salud a prueba de bombas y un gran optimismo, era un amigo estimado entre la juventud de Cangues y un joven atractivo a los ojos de las chicas del contorno, al menos yo que era su amigo así lo pensaba, no sin asomos de cierta “sana envidia”.
En aquellos tiempos la camaradería entre ambos sexos era casi inexistente, la educación separada y la sociedad sexista, por no decir machista, con roles asignados para hombres y mujeres; “no jugar al fútbol podía ser considerado en nosotros signo de homosexualidad” y eso era “muy malo”. Ramón era en esto algo privilegiado, se había criado en una aldea algo remota donde su familia tenía “posesiones” lo que le proporcionó cierta inhibición en ciertos tabúes sexuales, tenía una visión clara, no hablo de ética, de cual era el objeto de la relación con jóvenes de sexo mal llamado débil. Ramón estaba perfectamente armado moralmente para ser un Don Juan.
Nadie es perfecto y nadie acierta plenamente con la materialización de sus ideas, un amigo común, perfectamente implicado en la sociedad que vivíamos, con todos los prejuicios al uso, pero dotado de cierta objetividad; me decía:
-No entiendo a Ramón. Cree que las chicas más fáciles son las más feas, eso es una tontería y puesto a pasarlo bien, debería procurar, ya que puede escoger, acercarse a las guapas.
Por el idioma es fácil de entender que el que habla es un veraneante.
Sobre la jornada laboral de Ramón, decíamos que en verano a medio día iba al río, se bañaba con la juventud local, iba a su casa a comer y volvía a la finca hasta última hora de la tarde, que volvía a reunirse con algunos amigos.
En las temporadas de recolección del heno, de la manzana, etc, se contrataba en la finca algunos jornaleros más. Una de las familias que solía ser contratada era la de una señora entradita en años, soltera y madre desde temprana edad. Josefa, que así se llamaba la infeliz, era madre de una numerosísima familia, cuyos hijos mayores ya habían hecho la mili por aquellas fechas, pese a lo cual ella no superaba los cuarenta, aunque aparentara sesenta.
Tenía la pobre señora una gran carga de miseria de todo tipo, no siendo la económica la peor de ellas, por aquella época, ya que sus hijos comenzaban a trabajar a edades muy prematuras y colaboraban al sustento.
La materia sexual no era supongo la necesidad mejor resuelta de la pobre Josefa, y tal vez por ello ofrecía sus favores a Ramón cuando lo encontraba sólo en mitad de la jornada, teniendo para ello que eludir cierta vigilancia a que la sometían sus hijos adolescentes. Por cierto una noche llegó Ramón muy excitado y le contó a su amigo Fernando:
–Estoy helau, hoy pasomi una cosa que no acabo de quitami de la cabeza, a última hora, entré en la tenada a cebar y encontré allí a Josefa, ya sabes la paisana que nos ayuda en la finca, va y tírase en un montón de herba y dizmi, Ramón hazmi lo que quieras, tirando les pates al aire. Yo tireme encima de ella, y cuando i’estaba levantando les faldes, empezó Pepín, el rapaz que había venidu con ella: ¡mama!, ¡mama!, ¡aprisa que perdemos la línea! Púsose toa nerviosa, rezongó del guaje, estirose el vestidu… ¡Yo quedeme con les ganes!
Supongo que Pepín y Josefa no habrán perdido el autobús, pero Ramón y Josefa sí perdieron la oportunidad, aunque creo que habrán aprovechado otras.
Fernando le pregunta: -¿Pero Ramón quién e esa Josefa?
Ramón contestó: -¿No conoces a Josefa?, coño, e esa paisana que vien de vez en cuando a la finca, que tien un montón de giyos, ¿No conoces a Monchu?, el rubio esi de los granos en la cara que vien cuando segamos-.
Fernando Pregunta, algo morboso: -¿Pero como e Josefa, e guapa?, debe ser vieya.
Ramón responde: –No sé cuántos años tien, creo que no e muy vieya, lo que pasa e que como tien tantos giyos, crialos y trabayar tantu ya se sabe, pero al cabu e una muyer…
De este tenor continuó la conversación, con preguntas de un joven reprimido y lleno de curiosidad y otro más desinhibido y de mayor experiencia, pero demasiado joven para ser responsable.
En los pueblos nada se ignora, o casi nada; así la fama de Ramón en sus conductas y “tragaderas” llego a los oídos de las “necesitadas” y supongo que alguna que otra aventura habrá tenido nuestro laborioso joven, supongo que camareras del restaurante familiar y jornaleras agrícolas habrán engrosado la “nómina” de sus amantes.
Pero todo esto son suposiciones de alguien que vivió cerca y pese a ser observador no se enteró de más que de las confidencias de que le hacían honor. Por otro lado los enormes prejuicios sobre la materia restan mucha objetividad. Hoy todo son conjeturas, han pasado tantos años que no me queda más que un borroso recuerdo.
Cierta tarde de verano al anochecer bajaba Ramón por la vereda que conduce al camino que bordea la finca. Este es un camino de herradura, casi no apto para carros, que enlaza Cangues con la aldea de Narciandi, cuando vio que venía una mujer, avanzada en años, muy recompuesta, labios pintados, cara pintarrajeada, peinada con el característico cardado que empleaban por las fechas las jóvenes casaderas.
Juana, que así se llamaba la buena señora era de una de las aldeas aledañas a Cangues, trabajaba como empleada doméstica y llevaba una vida discreta, madre soltera, tenía una hija, por cierto bastante guapa, de la edad de Ramón, y lo suficientemente segura de sí misma como para despreciar los cortejos de los jóvenes estudiantes, que no ofrecían ningún porvenir a corto plazo.
Juana se dirige a Ramón: –Oyi, quería pediti si podía recoger leña del castañeu.
Los gestos envarados, cierta coquetería, su embarazoso comportamiento y alguna insinuación en la mirada desconcertaron a Ramón que contesta casi sin palabras: -Claru cogi lo que quieras-
Ramón la miraba, de hito en hito, sorprendido por la extraña indumentaria para venir a recoger leña para el fuego.
Ramón abandonó a Juana, volvió y ató al Sultán, un enorme perro mestizo de mastín y abandonó la finca, dejando a Juana dirigiéndose al castañedo situado a cerca de un kilómetro del lugar del encuentro con sus zapatos de tacón y su ropa “de gala”.
Ramón estaba escandalizado, cuando se encontró con Fernando le espetó:
-¿Sabes lo que mi pasó?, no lo vas a creer, justu cuando salía de la finca tuvi que amarrar al Sultán, llegó una paisana y dijomi que quería coger leña, pero venía toda arreglada, con un moñu como el que lleva Petra la hija del de les linies ¡y era vieya!, no sé lo quería pero pa mi que venía a buscame, ¡no se si i’habrá dichu algo Josefa! Paez mentira tan vieya y vien a buscame a mí, la verdad e que mi dio mucha vergüenza, por ella mayormente, tovía si fuera la hija, esa tan presumida… pero la madre. ¿Sabes de quién ti hablo?, e esa paisana que sirve en casa de los Somoano, los de la carnicería, la hija trabaja en casa de Nepomuceno en la carretera de Aballe. ¿Será mala suerte tene’i que gustai a la madre en vez de a la giya? Buenu vamos a dejalo y a jugar al villar a casa Bencio.
La noche transcurrió como otras hasta la hora de recogerse, pero Ramón estaba más pensativo de lo habitual, no se si halagado, ofendido o desconcertado, pero creo que ésta fue una experiencia que le dio mucho que pensar. Supongo que en su fuero interno se sentía agredido en su pudor, lo cual debía darle mucho que pensar, pues nunca hubiera creído que tal pudiera pasarle. Para un hombre que asumía y entendía perfectamente el papel de don Juan que una mujer llevara la iniciativa era más de lo que podía soportar.
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