Era a comienzos de los sesenta, recuerdo a Máximo, era un señor de buen aspecto, hombre alto, algo grueso como era correcto por aquellas fechas, bien vestido y aseado, o a mi me lo parecía, siempre cortés, nunca escandaloso, en suma era “correcto”. Era un caballero.
Persona de buena familia, tenía un buen llevar, lo que para una persona moderada se conseguía sin necesidad de unas grandes rentas. Máximo tenía todo el tiempo del mundo, a sus treinta y cinco años no había trabajado en su vida en un empleo remunerado y casi nada en cualquier otra actividad, vivía con su madre que le tenía atendido como un señor, en justicia era lo que le correspondía.
El tipo de vida descrito se me hacía similar al del protagonista de “La vuelta al mundo en ochenta días”, el elegante Phileas Fogg, aún cuando nuestro protagonista tal vez no fuera tan metódico, ni tan impertinente con naderías como la temperatura del agua del afeitado y otras insignificancias que supongo que no harían la vida agradable a la servidumbre del caprichoso caballero inglés. Claro que digo estas cosas porque en mi situación social estoy más cerca de la servidumbre que del caballero que no necesita trabajar.

Máximo había vivido toda su vida en Cangues, habiendo abandonado la Ciudad en muy contadas ocasiones, había estudiado el Bachillerato en la academia local; desde entonces había esperado un trabajo a la altura de sus méritos, que nunca llegó. Había despreciado trabajar en cualquier cosa que consideraba denigrante para su condición y debe reconocerse que entre las prerrogativas de los hidalgos estaba no “pechar” y Máximo lo sabía. Él era, ¿Quien lo podía discutir?, de la estirpe de Don Pelayo y durante generaciones los hombres de su familia no habían trabajado con las manos, al menos era lo que él creía.
Todos los días tomaba el vermú a las once y hacía tertulia, su conversación era interesante como corresponde a un espíritu cultivado. En las tardes acompañaba a personas de más edad a alguna de las terrazas de la Calle de Abajo o a las cafeterías, si hacía frío. Yo pude observar esta conducta más en verano, cuando me estaba permitido vagar libremente por las calles. En invierno la escuela ocupaba muchas de mis horas incluidas las de los sábados.
Nunca supe de qué vivía Máximo. Ignoro si tenía unas exiguas rentas, si recibía cierta cantidad por la caridad de algún familiar, como cierto pariente mío que nunca trabajó y que era sustentado por aquel marqués, primo suyo, y que dicen que se llevaba mal con su nuera y por eso le dejó a Franco la famosa casa que domina tanto paisaje en la Sierra de Madrid.
Siempre creí, y quizás fuera verdad, que Cangues era un lugar prodigioso, donde los nativos con el suficiente número de generaciones podían vivir sin necesidad de medios de sustento. Siendo niño yo suponía que podía ser debido, tal vez a una bula, u otro tipo de exención que los hubiera librado del pecado original. Como en otra época en la que algunos tenían carta de hidalguía, allí todos los de la ciudad, y éstos no tenían que prestar servicios a la sociedad. En lugares en que la mayoría eran nobles, pobres, pero nobles, así fue necesario arbitrar “algo”, para arreglar los caminos, etc. Las llamadas a “conceyu”, la sextaferia, se hacían para arbitrar estas medidas.
También en toda España hasta hace poco se podía comprar una bula, La Bula de la Santa Cruzada, para poder comer carne los viernes y acelerar así la enfermedad de la gota. La Bula Polaca, creo, que permitía a los caballeros que peleaban contra los turcos tomar más obligaciones familiares y desposar a viudas de guerra, aunque ya fueran casados.

Debía ser trágico asumir tal obligación, la de tener más de una esposa, algún ingenuo diría privilegio, atender las necesidades de varias mujeres, sin ser musulmán. Como éstos las consideran como muebles se les hace la “cosa” más fácil. Por pura solidaridad espero que sus féminas fueran poco fogosas.
Tal vez la realidad fuera que los ociosos que yo veía en mi niñez fueran rentistas, descendientes de indianos que aún conservaban algo del patrimonio obtenido por sus antepasados. Muchos de ellos vivían pobremente, pero sin trabajar. Las propiedades rústicas aportaban poco, pero viviendo el “casero”, que es el aparcero dicho en la lengua local, miserablemente podía a su vez el propietario también vivir míseramente, pero ocioso.
Máximo tenía un proyecto en la cabeza, creo que os reconfortará conocer que este joven tenía ilusiones y el tedio no se lo había comido todavía. Franco le debía exactamente tres millones ochocientas setenta y tres mil pesetas. Claro es que aún diciendo Franco, él se refería al conjunto de la Nación, a España, palabra que se pronuncia ahora con dificultad.
¿Por qué le debía Franco esa cantidad? ¿Habían firmado algún contrato? Pues sí, Franco había firmado un contrato con todos los españoles, quizás incluso varios.
¿No decía acaso el Fuero del Trabajo que todos los españoles tenían derecho a un trabajo? Lo decía claramente, en la letra; además en el espíritu estaba claro que decía que el trabajo debía ser acorde a la condición del español en cuestión.

Máximo era objetivo:
-No creo que yo deba contabilizar los años sin tener un trabaju… Si él hubiera sido un peón hubiera dicho un trabayu… hasta terminar el bachiller.
-Un hombre de mi condición social no debe trabajar antes, aunque haya rapacinos trabayando sin pasar más de un par de años de haber dejau la teta de su madre, como esi camareru de Casa Ventura, que está tan contentu siempre, trabajando catorce hores al día, claru ahora ya no tien que mecer les cabres, y no huel a cuchu tou el santu día. No, no se trata de eso, ya sé que en esi casu, saldría más dineru, pero no hay que abusar, ya se sabe: la avaricia rompe el sacu…
Le decía Máximo a don Joaquín, el dentista:
-Calculando entonces diecinueve años, que menos que a diecisiete mil pesetes al mes, e lo que cobra el oficial de correos y no está más preparau que yo, el otru día hablando con el que vino haz pocu de historia… Solamente con esto ya sale un picu de dineru, tengo echada la cuenta y la sé de memoria, ¡No lo vas a creer!, salen tres millones ochocientas setenta y tres mil pesetas, ¿qué ti paez?, ya da pa algo, ¿eh?, y tovía se ahorran lo que no gasté en oficina y mobiliariu, los viajes que no hici y les demás coses, por no gastallos ni los sellos que tuvi que pagar, y no hubiera pagau si hubiera teniu el puestu que la ley mi prometió, a mi y a todos.
Don Joaquín quiere intervenir, pero Máximo está excitado y no lo deja: -Pero Máximo, el trabajo no viene a buscarlo uno, tú tienes que hacer algo por buscarlo…
Es interrumpido, las cuentas siguen con las tierras expropiadas:
-Espera no me interrumpas ahora, no sé si ti conté lo de les finques de mi güela, les que compramos cuando la desamortización, les que al principiu compró a su nombre el güelu de Llerandi, pa que los demás no se descomulgaran y luego se repartió como estaba acordau. Pues en éstes finques mi güela tenía una huerta, ya sabes que una huerta val más que un prau, pues nada, pagaron una miseria, casi igual huertes que praos; ya sabes, e donde ahora está el campu de práctiques del instituto, por ciertu vaya plantes de tabaco tan buenes que salen en la parte de la huerta de la güela, hoy no val menos de cinco millones, porque pueden hacese cases y con el instituto alau ya se sabe, val más.
Así siguió Máximo con su valoración y con la esperanza de seguir viviendo como un señor, es decir bien y sin trabajar. Todo gracias a no haber trabajado nunca; siento verdadera curiosidad de como acabó el pleito, si consiguió “su dinero”, si las risas masacraron a los funcionarios de los juzgados donde se presentó la causa, o si ha servido de precedente fatal, que habrá abierto la ruina del Estado con tan imaginativo proyecto.
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