Vivíamos bien, ese es al menos mi recuerdo, no es que tuviéramos muchas cosas, pero vivíamos bien ¡Qué duda cabe! Recuerdo aquel día que Queipo y yo hacíamos guardia de honor a la puerta de la casa de la difunta, tendríamos unos quince años, Queipo tal vez alguno más.
Era hora de estar en el Instituto, las once de la mañana de un día soleado de primavera; perder clase de vez en cuando para jovencitos que jamás hacen novillos resultaba agradable, el sol de las once era reconfortante. Además también era un cierto honor que nos hubieran escogido a nosotros para esa función. Atendíamos con cierta ceremonia a las visitas que se acercaban a expresar su testimonio de condolencia.
El pueblo con apenas unas tres mil almas era bastante íntimo, en el sentido de que todos nos conocíamos y sabíamos algo de las vidas ajenas. Claro que yo era de allí, pero Queipo era de la villa próxima y la gente del pueblo no lo conocía por lo que yo, aunque algo más joven y de menor presencia física, adquiría cierta notoriedad en la función de guardia de honor.
Pero… ¿Porque estábamos allí nosotros rindiendo honores?
Esa es la historia que quiero contar y es que este acto fúnebre coronaba la ocasión del retorno al pueblo en su conjunto de los bienes que cierto usurero había ido atesorando, más o menos honradamente, a costa del patrimonio de los necesitados más o menos incautos, que tuvieron la desgracia de caer en sus manos.
Quise decir… más o menos legalmente, por que creo que de honradez este usurero no sabía ni lo que era.
Doña Antonia, llamaremos así a la difunta, era una mujer piadosa, no excesivamente beata, que se había desposado ya añeja con un indiano ilustrado gran amante de la cultura. A su muerte dejaba su herencia nada despreciable para constituir un patronato para la concesión de becas de estudio. En este patronato intervendría el Instituto Rey Pelayo y por eso había enviado en representación dos alumnos, Queipo y yo, a rendir honores en las exequias fúnebres.
Su marido Don Camilo, ya difunto, había costeado la construcción de un edificio para el instituto femenino, lo que había adelantado unas obras que sin esta aportación económica se hubieran retrasado, ya que por aquellas fechas el dinero no era lo más abundante en nuestro país.
Me interesa contar esta historia porque los personajes representan de algún modo el carácter de las personas del entorno de mi niñez.
Yo creía saber que don Camilo había salido de España a comienzos del siglo XX o finales del XIX rumbo a Méjico, a hacer fortuna, junto con él iría otro hermano con el que se asoció en sus negocios, hasta la llegada a su finca del Caos Revolucionario. En otro cuento he hablado de ese hermano, se llamaba José y su busto ocupa lugar preferente en la iglesia de Cangues, bajo el nombre: Pius Joseph. Excuso decir que este prohombre pudo ser calificado de todo menos de pío, pese a sus aportaciones a la Iglesia Católica.
Pero conviene matizar algo lo relativo a estos dos personajes, en realidad eran hijos de una familia de gran tradición indiana que tenían una considerable fortuna, ellos se habían criado en España y creo que fueron educados en los Jesuitas en Gijón, don José se había ido a Méjico por delante, cuando finalizó los estudios de bachillerato.
Don Camilo se había retrasado hasta terminar la licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo.
Don Camilo y don José habían sido propietarios de un rancho en Méjico, cuando estalló la revolución. En esa fecha estaba al cargo de la hacienda don Camilo, ya que don José estaba a la sazón estudiando canto en Ciudad de Méjico.
Cuando aparecieron ante el rancho las tropas de Pancho Villa, don Camilo salió despavorido, dejando el rancho a merced de los revolucionarios. Un indio de confianza se allegó a Ciudad de Méjico a avisar a don José que volvió a la hacienda y recibió a Villa como propietario que era y alimentó a las tropas; pero conservó el dominio del rancho. Pasado el apuro, don José mando recado a su hermano que ya no tenía nada que hacer en el rancho y que sería balaceado si aparecía por allí.

Don Camilo González Soto se instaló en USA, no volvió a hablar con su hermano hasta que ambos octogenarios ya, se reconciliaron en un encuentro en Cangues. Don Camilo no sé como, ni cuando, ni donde, terminó siendo profesor de literatura española en una universidad yanqui.
En uno de los viajes a España de don Camilo, siendo aun jóvenes, don Camilo y la ahora finada doña Antonia, habían tenido un idilio. Él era un joven brillante y de buena fortuna, pero al parecer no cubría las expectativas del padre de doña Antonia, don Mendo creo que se llamaba, era un prestamista que amasó una gran fortuna.
Don Mendo el prestamista tenía tres hijos dos varones y una hembra, puso grandes expectativas en ellos, cuidó su formación, pagando colegios en Suiza como era moda entre las clases adineradas, lo que permitía a los jóvenes adquirir lenguas y relacionarse con otras personas de clases privilegiadas.
Don Camilo intentó cortejar a doña Antonia y de hecho lo hizo, como se hacían las cosas allí, por entonces. Ella parece que estaba bien dispuesta, pero no se atrevió a discutir las disposiciones de su padre.
Al parecer doña Antonia quedó profundamente decepcionada y ya no se casó, pese a que se dice que los pretendientes acudían a ella como las moscas a la miel. Tendrían que pasar muchos años, allá por los cuarenta, ya muerto don Mendo para que se casaran, ella ya estaba muy entrada en años y no tuvieron hijos.
Los otros dos hijos del prestamista resultaron muy dispares. El uno, el más pequeño, fue muy pronto un profesor muy prometedor de la Universidad Central de Madrid.
El mayor de los vástagos de don José el prestamista fue un aventurero, hoy diríamos que playboy, pero además de gastizo y calavera, cuando su padre le cortó el grifo del dinero se convirtió en delincuente de guante blanco, según me contaron… terminó con los huesos en la cárcel y desheredado por su padre.
En ese tiempo el prestamista seguía aumentando su fortuna, ausentándose, según me contaron, cuando vencían los plazos de cobrar a deudores para que no pudieran pagar y poder él quedarse con las fincas puestas como garantía. Vamos, que me contaron que realizó todo tipo de marrullerías.
¿Que fue del prestamista? Dieron cuenta de él los gusanos hace mucho tiempo. Afortunadamente para él no vio como su brillantísimo hijo era fusilado en el treinta y seis en Cangues, al comienzo de la guerra, durante sus vacaciones de verano, pese a ser una de las mentes más prestigiosas del país en esa fecha. Allí el joven Ureña, pues tal era el nombre por el que está o debería estar en la historia, era solamente el hijo de su odiado padre.

Decía que Ureña el hermano de doña Antonia acabó sus días prematuramente. Pero ¿Y Josele su hermano? no se sabe… pero su sustancia no se acabó con él, como joven con posibilidades había tenido cierto éxito reproductivo y dejó al menos una hija que no fue nunca reconocida por él, digno hijo de su padre. Tampoco doña Antonia presto atención ni socorro a la hija del pecado de su hermano.
Doña Antonia pasó en la Guerra las de Caín, como los que no eran considerados afectos a la Republica. Pasada la Guerra recuperó sus propiedades y pasó a ser la persona más rica de la comarca. Abandonados los negocios del padre, pasó a ser una rentista honorable, al menos formalmente, pues conociendo la existencia de su sobrina y no socorriéndola no podía ser realmente honorable… ¿Verdad? Tal vez esa sea un aseveración injusta, es difícil superar los prejuicios que nos rodean.
Pasados unos años apareció por Cangues de nuevo don Camilo ya jubilado, para esas fechas ya tenía el aspecto venerable de profesor con canas y modales de las élites intelectuales norteamericanas. Venía dispuesto a no volver a emigrar, era un viudo sin hijos y estaba cargado de nostalgia de su tierra de infancia. Seguía el hombre con el recuerdo de aquella joven, cuyo padre lo había despreciado y esta vez fue aceptado por la elegante matrona, así la consideraban sus paisanos. Se casó con el indiano que años atrás había perdido, cuando ambos reunían condiciones biológicas más adecuadas para el matrimonio.
Esta pareja resultaba a los ojos del niño que fui y los conoció sólo de verlos paseando por la calle, muy armónica y agradable por sus modales y su conducta hacia los demás.
Una anécdota relativa a este matrimonio es que al comienzo de los sesenta ya viejos y don Camilo muy achacoso instalaron un ascensor en su casa, lo cual fue la comidilla de la gente por su novedad en la ciudad de Cangues, no había ninguno.
Vuelvo al hilo de la historia, pasados los funerales de doña Antonia, don Camilo había muerto con anterioridad, se comenzó a hablar de testamento. Resultado: recibe un pico no pequeño la hija de la empleada doméstica de la casa, que se había criado en la casa, algo, no poco, a una sobrina lejana y el resto se destina al patronato de becas para potenciar estudios universitarios y de postgrado.
No me gustan las moralejas, pero es bien cierto que todos pasamos a la tierra y nuestras pertenencias pocas o muchas terminan cumpliendo un fin.
Se cuenta que las marrullerías del usurero crearon una maldición a los bienes acumulados, que sirvieron para lujos durante un tiempo pero sin perpetuarse en herederos biológicos.
El resto de la herencia creó un trampolín para los jóvenes cangueses dispuestos a hacer esfuerzo. Pero este trampolín los lanzó a la distancia de modo que los que disfrutaron de este beneficio viven lejos condenados a la añoranza y no podrán volver más al reposo de la vida del lugar, salvo en vacaciones, en la vejez como volvió don Camilo o después del final, en forma de cenizas para enriquecer el lecho del río mágico, que aunque no cité hasta ahora es la fuerza vital de todo lo que en Cangues acontece.
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