EL HERÓE ~Recuerdos de niñez~

Vaca Casina Asturias

JOAQUÍN ECHEVERRÍA ALONSO

Era primavera, la misa estaba a punto empezar, la iglesia coronaba la colina o así al menos se veía desde la Villa. Estaba situada en un llano al final de la cuesta que llamábamos la Carreterona, era de piedra gris, supongo que de caliza, tal vez arenisca, no sé, no muy carcomida, apenas era del siglo XVII; en la entrada principal tenía un portón y tras él un soportal como tantas otras, y una torre situada simétricamente en el fondo oeste de la iglesia. La mañana era soleada y yo estaba alegre, rodeado de niños endomingados.

La iglesia se había quedado fuera de la villa, ya que ésta había crecido en los últimos 100 años. Al comienzo la villa propiamente dicha estaba en la falda de la montaña con la iglesia al borde, en una zona más o menos llana unos 100 metros por encima del valle del río Sella.

El valle del río hasta el siglo XX se había preservado para la agricultura y solamente tenía dos aldeas de muy pobre importancia ubicadas en los bordes del Valle. La aldea de Contranquil al norte del río Güeña, separada por el mismo del resto de las pobladuras. En la zona de la Morra, en el desfiladero del Güeña, en la margen sur había otra pequeña aldea y por último estaba Cangues de Arriba en el barrio donde se situaba la iglesia descrita.

Morra de Lechugales
Cumbre de la Morra de Lechugales. (Goyo Arranz)

En los tiempos de la historia ya Cangas estaba en el valle del Sella, ocupándolo por completo en su margen sur del río Güeña y solamente se habían respetado como tierras de labor las de la zona de Contranquil, donde el río Sella adoptaba el nombre de Golondrosu, el borde del valle que llamábamos el Rigüetu y estaba comunicado con la villa nueva por medio de una pedrera que permitía, saltando de piedra en piedra, pasar el río sin mojarse.

En el costado posterior de la iglesia había árboles que supongo serían centenarios, grandes tilos verdes. Entre los tilos y la nave de la iglesia quedaba una zona amplia, donde los niños jugábamos al pañuelo o a lo que nos pareciera en cada momento.

La entrada principal con una explanada aterrazada, contenida por un muro de unos cuatro metros de alto que la sostenía y separaba de una calle inferior que la circunvalaba.

Próximos al muro de cierre del campo de la iglesia había unos plátanos de sombra, podados para conseguir una copa redonda, que creaban un ambiente adecuado para protegerse los días de sol. El día era luminoso los niños vestidos de domingo estábamos dispersos por la explanada. El catequista jefe charlaba con los mayores, también hacían corro las catequistas, mujeres de todas las edades a las que se consideraba incasables según creencia popular.

Las monjas de la catequesis permanecían en la iglesia poniendo orden después de que los niños hubiéramos colocado las sillas en círculos, donde nos instruían nuestros catequistas.

El ambiente de domingo era muy alegre los niños y las niñas con su ropa más cuidada, muchos de ellos de blanco, pantalones cortos, faldas con vuelo, blusitas y jerséis ligeros; eran el atuendo más característico.

El mercado del ganado también estaba en esta explanada de la colina, pero distante en la zona de la capilla de San Antonio. Allí como todos los domingos dentro del bosque de Robles se comerciaba con vacas y caballos. Las ovejas estaban en otra zona más distante aún de la iglesia y los cerdos en el Mercau los Gochos ya cerca del valle.

Capilla de San Antonio

Cuando faltaban unos minutos para el comienzo de la misa vimos venir a lo lejos una vaca espantada que huía de la zona de la feria, todos nos cobijamos bajo el soportal de la puerta trasera de la iglesia, puerta noble por la que sólo podían entrar los hombres que se situaban en los bancos en la parte trasera.

Allí rebosábamos los catequistas y catecúmenos. Pero alguien vio que un niño pequeño corría asustado por la plaza en dirección contraria a la que traía la vaca, huyendo de ella. Los catequistas que rondarían los 35 años dijeron: -Hay que coger a ese niño, lo va a pisar la vaca. 

Pero nadie se movía. Yo no era de los mayores, pero salí de entre el barullo y corrí hacia el niño que iba perdiendo terreno e iba a ser alcanzado por la vaca. Lo tomé en brazos y corrí intentando alejarme. 

Emboqué un camino estrecho que conducía a unas casas de Cangas de Arriba. Pero la vaca me tomó como señuelo y corrió tras nosotros.

Volviéndome, vi que la vaca nos ganaba terreno y terminaría alcanzándonos. El niño pesaba lo suficiente como para impedirme correr deprisa y al tener los brazos ocupados, no podía moverme con soltura.

El camino estaba enmarcado por ribazos en los que había huertas. Con el niño en brazos me era difícil saltar y quitarme del camino que traía el animal espantado. Sin tiempo para pensar deje al niño en un ribazo y seguí corriendo más ligero, al llegar a las primeras casas observé que una de ellas tenía el cuarterón superior abierto. Salté por encima del cuarterón inferior y me introduje en el zaguán de la casa. En segundos la vaca alcanzó el lugar donde me había refugiado, se paró un momento, metió la cabeza por el hueco y al no ver nada en el interior de su interés siguió su marcha ya más tranquila.

Yo volví a la iglesia, con el niño de la mano. Allí habían estado todos atentos a la peripecia que apenas había durado un minuto o dos y pude observar la atención puesta en mí pero ni los catequistas, ni los catecúmenos, dijeron una sola palabra elogiosa. Alguno de los rapazuelos se permitió alguna broma sobre cómo corría y el miedo que tenía cuando me perseguía la vaca.

Pasé la misa con cierta sensación de desazón, pero luego todo trascurrió como un domingo más. Esa tarde me fui con mi hermano al cine y ya nadie se acordó más de lo que pudiera considerarse la situación cómica o el acto de un muchacho atolondrado. Yo por el contrario me sentí como un héroe que evitó que un niño fuera pisado por una vaca espantada de la feria. Cosa que no sería la primera vez que pasara, ni tampoco la última.


Publicado por Joaquín Echeverría Alonso

Ingeniero de minas . Aficionado a contar historias más o menos reales.

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