En los sesenta corrió por el oriente de Asturias un rumor que situaban en diferentes sitios y con diferentes protagonistas. Yo creo que la historia partió de lo que me ocurrió a mí y aunque nos propusimos que no se divulgara, se ve que se filtró y el no contarse nunca de forma completa hizo que se extendiera de muchas maneras. Han pasado tantos años que ya no me da pudor contarlo. Además creo que puede ser aleccionador para jóvenes incautos y por ello lo voy a escribir.
Fue a comienzos de mayo de 1965, el invierno había sido frío, la nieve tardaba en retirarse. Pero ya llegaba el momento de subir al monte con el ganado. Subiría yo, como cada año desde que faltaba padre. Madre me preparaba las albardas con el condumio y yo me ocupaba de los animales: las dos yeguas preñadas, la burra y las vacas, también subía un gochín, para criarlo sin coste. Ah, también dos perros pequeños y un mastín. Hacía años que no se veían lobos por los contornos, pero un mastín aunque indolente y poco útil para la conducción del ganado no dejaba de dar seguridad, en particular a un zagal, eso decía madre, que podría sufrir abusos de no tener algo que lo defendiera. No se imaginaba lo que me esperaba y lo poco que me iba a proteger Sultán el mastín.
Cierto es que me iba haciendo mayor, ese año ya tenía barbas ralas en el bozo, algunos pelillos en el bigote y la adolescencia me había llenado de granos la cara. Mi madre me había advertido que fuera cuidadoso y respetuoso con los mayores, que no diera confianza a las mozas y que si alguna me pedía regalos a cambio de favores, que tuviera en cuenta que la casa no estaba para dispendios. Mis hermanos pequeños permanecían en casa con mi madre, que se ocupaba de la labranza y de la venta de lo que sobraba, poco por aquellos tiempos. Los rapazos estorbaban más que ayudaban. Pero madre decía que así no paraba y no le quedaban fuerzas para llorar. Me acuerdo que mi madre desde que se murió padre, metía en su cama de noche a uno de los pequeños, “para sentir calor”, pero a mí nunca me dejó dormir con ella, pese a que se lo pedí. Un día que insistí, me dijo:
-Tú ya eres grande y no está bien que durmamos juntos. Tú ya eres casi un hombre y ya pronto querrás ir con las mozas, si no lo estás haciendo ya.
Me puse colorado y le dije: -Madre no está bien que me diga esas cosas, si no quiere darme calor me pondré más cobertores y no se lo pediré más-. Así fue que ya no insistí, al cabo ella tenía razón, yo ya era mozo y no estaba bien lo que no estaba bien.
Abrevé al ganado en la majada del Rey, allí almorcé y me tomé un descanso, antes de seguir la ascensión. En eso llegó Maruja con sus bestias. Era la mujer del molinero, dejaba al viejo en el molín y subía al monte. Decía que él ya no valía para el Puertu y que ella estaba fuerte y era conveniente que alguien se ocupara del ganado sin necesidad de pagar un jornal. Era verdad… ella era fuerte. Esta mujer impresionaba. De ella se murmuraban cosas… pero yo no sabía más que eso, que se decía… a madre no le gustaban las murmuraciones. Además Maruja sin ser muy amiga era nuestra molinera y de vez en cuando nos daba de balde algo de harina. Decía:
-Para los rapazos, que comen muchu.
Era Maruja grande y fuerte, con redondeces y colores, papos rojos más apetecibles que una ciruela claudia de las dulces. Me habló con descaro, como siempre. Al principio me acobardó. Me gastó bromas con mi barba, e hizo comentarios subidos de tono, como:
-¿Para qué necesitas a la burra, si tienes dos yeguas para cargar?
Le contesté:
-La burra carga albardas y las yeguas sólo la barriga.
Siguió bromeando con la barriga que no tendría la burra y que ya me ocuparía yo de que no la tuviera, ni de que se le arrimara ningún burro de los contornos, que si el mastín sería para cuidar a la burra, que no se me distrajera por ahí. Como estábamos solos fui entrando a las bromas y terminamos muy amigos y con confianza.
Me dijo:
-Ya te haré una visita a la collada del Tuerto, que sé ir de sobra, sabes que yo estoy debajo de la Morra, por el lado de mediodía. Si no vienes antes de tres días a hacerme una visita el martes iré yo a verte, pero te advierto que en mi cabaña hay el mejor queso, las mejores tajadas y tengo un orujo que te va a espantar ese miedo que te dan les muyeres. Ya verás como te despabilo y cuando vuelvas al valle, si me frecuentas, vas a ser el primeru con les moces.
Preparar la cabaña, reparar los cierres, visitar las fuentes y demás labores de atención al ganado, no me dejaron tiempo para ir a ver a Maruja. Ella se presentó el cuarto día cargada con reproches y provisiones. Los reproches se acabaron enseguida, las provisiones, mejores que las mías, ¡Dónde va a parar! me impresionaron. Traía vino, yo no lo había catado más que el día de la fiesta del pueblo; tomé dos vasos seguidos, casi sin respirar y me achispó. Luego de almorzar Maruja se empeñó en darme un masaje. Me decía que me iba a poner fuerte, ¡Como debe ser todo hombre! Me lo dio por el pecho, con grasa rancia de la que llaman unto, al final me frotó con romero y tomillo.
-Esto es sólo por quitar el olor-, decía. También me dijo que ya sabía que lo de la burra era una tontería, pero que me lo había dicho para entrar en materia y que ella esa noche no necesitaba ir a Solamorra, porque el ganado se cuidaba sólo y que lo mejor era que durmiéramos juntos y vería lo bien que lo pasábamos, pero que antes era mejor que tomara más vino, que el orujo es más cabezón y sólo bueno para el desayuno.
Me preguntó si había dormido con alguna moza. Me costó, pero reconocí que no. Me dijo:
-No te preocupes Pachu, verás lo fácil que es y lo bien que lo vas a hacer. Les moces este invierno te van a rifar, cuando vean lo que aprendiste conmigo, pero no hace falta que digas quien te enseñó, basta que vean lo que sabes.
El verano fue pasando y las visitas se repitieron, pero era yo el que peregrinaba a su cabaña. Un mal día la encontré ocupada, Maruja estaba con el coju de Amieva y le pedí explicaciones. Me dijo:
-No te equivoques rapaz, de lo mío dispongo yo y más de mi cama y mis carnes, así que no te quiero volver a ver por aquí y no creo que yo vaya a ir tampocu a tu majada; búscate otra, que yo te dejo criau y ya te desteto, para que busques por tu cuenta con quien divertirte y a quien divertir.
Me volví amoscado a la collada del Tuerto, los perrucos me recibieron y su alegría me dio cierto consuelo momentáneo. Pasé días desazonado, no sé si me había enamorado de ella, pero la necesitaba, la recordaba a todas horas, las vacas andaban poco atendidas y un día pasó el Tarambucu a verme y me dijo:
-Rapaz, atiendi más la hacienda de tu madre, porque como se entere de como va esto, va a subir con una verdasca y te va a poner el llombu en carne viva.
Eso me hizo reflexionar y atender más al ganado, me cuidé del gochu que ganaba peso y ya valía unes perres y por un tiempo, aunque me acordé de Maruja, su recuerdo no me robó tiempo de mis obligaciones. Cuando pude visité las cabañas vecinas, pero no había mozas o mujeres para sustituir a Maruja. Andaba por el monte hecho un obseso por las ganas desesperadas de mujer, pero no abundaban por allí.
Una vez me encontré a Tere, la solterona de Bobia, en la fuente debajo de la Jorcada, estaba abrevando a las vacas. Me contestó huraña al saludo, se me debía notar mucho el desasosiego. Cuando me acerqué más de la cuenta, me amenazó con un arreo que llevaba y me dijo:
-Rapaz, no estás creciu pa tomar lo que yo no quiera dati, así que vuelvi por donde vinisti y dejemos la fiesta en paz.
En aquel tiempo los “landroveres” no eran abundantes por aquí. Un día llegó uno al puerto, venían en él tres mujeres forasteras, altas y delgadas, pero atléticas; entre las tres no hacían el contorno de Maruja… Todo me recordaba a Maruja.
¡Venían tan ligeras de ropa! ¡No!… ¡No tenían miedo al sol! La melena suelta les daba un aspecto diferente. Eran un tipo de mujer que yo no conocía en esa fecha. Hablaban un idioma diferente, pero algo se les entendía. Me pidieron comida y ofrecieron dinero a cambio. Con ellas compartí lo que tenía. Les gustó el queso fresco y la leche recién ordeñada, probaron la cuajada y también les gustó, aunque me pidieron azúcar o miel, que yo no tenía. Mis ojos y mis gestos debían denotar mi deseo, se miraban, se reían y se hacían gestos. A la primera que una se separó de las otras a satisfacer alguna necesidad, la seguí y me tiré encima. No se defendió, fue muy activa, descubrí que Maruja no era más que una aprendiza.
Volví algo avergonzado pero ufano, pensando: ¿Qué dirán las otras? pero ella volvió al poco, risueña, parloteó con ellas en su jerga, haciendo gestos y riéndose. Se vinieron a mí, me asusté, y más cuando me desnudaron, me sentí acosado. Me prodigaron todo tipo de caricias y una segunda me recibió y fue tan efusiva y ruidosa como la primera, yo estaba excitado y confuso, pero liberé mis energías y creo que se quedó satisfecha. Al poco la tercera reclamó lo suyo, pero yo necesitaba un descanso, lo dije y creo me entendieron. Me dieron de beber un vino dulce, donde disolvieron no sé que medicamento, echaba burbujas como una gaseosa, en seguida pude volver a la faena. No sé cuanto duró la fiesta.
Lo siguiente que recuerdo es ver a Maruja cuidándome en mi cabaña, yo desperté abrigado en el camastro. Ella estaba de lo más solícita y hablaba de unas mujeres malas que habían abusado de mi y me habían dado no sé que filtros del amor, que matan a los hombres por agotamiento. Me dijo que si ella no llega a tiempo y las echa, mi madre, además de viuda, también habría perdido a su hijo mayor.
Maruja me contó que durante los días que estuve delirante, ella iba y venía todos los días del Tuerto a Solamorra y de Solamorra al Tuerto, sin dejar de cuidar al ganado de ella, al mío y a mí mismo.
Me recuperé, pero Maruja ya no quiso intimidades conmigo, me dijo grave:
-Pachu ya eres un hombre y no necesitas que te enseñe más; ahora voy a ser como tú segunda madrina y no estaría bien que siguiéramos jugando a lo prohibido, ya sabes lo que necesitabas aprender. Así que desde hoy tratémonos como familia y cuando llegue el invierno ven al molín, que como no tengo hijos y sí una hacienda respetable y un mariu vieyu, tú aprenderás el oficio y serás el hombre joven de las familias, de la de tu madre y la mía. Verás cuanto aprendes del oficio con Pepe el molineru ¡Qué bien os vais a llevar!
Asentí a su discurso, sumiso y sin rechistar.
Desde entonces soy el molinero y no subo al Puerto, porque es lugar incómodo, solitario e inseguro. Ya no necesito cuidar del ganado, que puedo pagar quien lo haga, ni quiero encuentros solitarios con forasteras que no temen a los sátiros.
En el valle trato a veces con mujeres que hacen turismo por su cuenta y supongo son liberales de costumbres. Aunque no las entiendo, he descubierto que en sociedad se trata bien con ellas y no representan ningún peligro real ¡Qué loco debí estar aquel tiempo! desde que Maruja me abandonó hasta que me encontró enfermo y desvalido.
Los mozos del pueblo oyeron contar mi aventura y en las fiestas, a última hora, con la copa de coñac en la mano, me preguntan qué me ocurrió y yo les doy largas… Lo que sí les digo es que se fijen en nuestras mozas y no sueñen con las forasteras, que son gentes que no entendemos. Hacen cosas ajenas a nuestras costumbres y es peligroso compartir sus modos de diversión. Los mozos se dan con el codo, se ríen y bromean… supongo que se imaginan fábulas increíbles, pero así es la juventud, que sueña con lo imposible.
Os he contado esta historia, pero en realidad no estoy seguro si fue así o como ocurrió realmente, pero lo de las forasteras creo que fue como lo conté y siempre me pregunto: ¿Qué sentirían aquellas mujeres? ¿Me verían como un salvaje, una mezcla entre hombre y animal? ¿Sería este tipo de situación de donde salió la leyenda de los faunos? ¡Qué importa! Estoy vivo, heredé a Maruja y al molinero, amparé a madre y a los pequeños. Ahora, casado con Pili, duermo caliente y no subo al Puerto. Si no hubiera sido por aquellas, Maruja no se hubiera encariñado conmigo y hoy seguiría subiendo al puerto con el ganado.
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Gracias, ahora viejo casi no me acuerdo de cómo pasó😃😂