Los niños no votan, y aún cuando no se votaba, tampoco importaban demasiado. Mano de obra bien barata para la industria familiar; y si no la hubiese, se arrendaban a otras externas como consultoras de limpieza o servicios auxiliares de peonía. Los menores eran humanos de una categoría inferior, pero humanos al fin y al cabo, con unos derechos tácitos de cara a sus progenitores que nadie discutía. Hoy día han perdido incluso ese estatus, y quien crea que exagero, pruebe a buscar en Internet información sobre adopción en su ciudad o región y comprobará que el 99% de los resultados corresponden a protectoras de animales que ofrecen la posibilidad de llevarse a casa un perro o un gato abandonados. Hemos permitido que se llegue a utilizar la misma palabra para asumir la patria potestad de un menor huérfano que para meter en casa a un animal por el que no hemos pagado, o dicho de otro modo, hemos igualado a los hijos con las mascotas. Se han humanizado los perros o se han animalizado a los niños, tanto da.
Pensándolo bien, tal vez el estatus de mascota no sea tan dramático, habida cuenta de que ya hay voces que quieren considerar a determinados animales como clase obrera o reclaman una seguridad social veterinaria universal y gratuita (no olvidemos que el partido más votado de España sin representación en el Congreso es netamente animalista). Pensemos que cada vez más urbanitas convierten el consumo en un acto político, en general más reivindicativo con las condiciones laborales de las gallinas ponedoras que con las de los menores que fabrican la ropa barata que visten. También cotizan al alza las concejalías específicas de bienestar animal frente a las aburridas y trasnochadas secciones dedicadas al menor o a la familia.
Quizás la explicación sea que la gestación de bebés se ha convertido en una industria como otra cualquiera. ¿Qué clase de perdedor, hoy en día, renuncia a prolongar su adolescencia hasta los cuarenta años, pudiendo recurrir para entonces a fabricar embriones en serie para tirar a la basura o revender los que le sobren? Solo los aborrecibles conservadores de clase alta, por decisión propia; y el lumpen patrio o los extranjeros pobres por accidente. Pero incluso en una fecundación tradicional el nonato se concibe como un producto sobre el que se pueden reclamar defectos de fabricación a los proveedores sanitarios, como por ejemplo una trisomía que provoque el síndrome de Down no detectada con suficiente tiempo, porque se considera un terrible agravio el hacer pasar el mal trago a los progenitores de tener que repudiar al retoño públicamente al darlo en adopción en lugar de la discreción de un quirófano tanático. El mercado también propicia la opción más prosaica de delegar en una mujer pobre del tercer mundo el fastidioso proceso de la incubación, comprando un neonato -siempre y cuando no venga con taras de fábrica, claro, en cuyo caso se reclama a la fabricante un nuevo artículo en perfecto estado-, práctica que cada vez menos gente se atreve a criticar en España por aquello de ser especialmente popular entre parejas homosexuales, a pesar de carecer de regulación.
Lo cierto es que llevamos décadas de legislación ignorando por completo a los niños, subordinando sus necesidades familiares y educativas a la moda política del momento. Los reglamentos que amplían los permisos de paternidad no tienen nada que ver con ampliar los derechos o el bienestar del progenitor ni del recién nacido; más bien se razonan como una especie de penalización compartida entre el padre y la madre, es decir, se retrata la natalidad como un lastre social y laboral. Ni siquiera la reciente ley del menor parece tener muchas más pretensiones que el manido intento de criminalizar a la Iglesia, a pesar de que que el maltrato o el infanticidio en el hogar son problemas tanto o más graves que la violencia contra la mujer. Los ancianos también la sufren en silencio y pueden votar, pero para el criterio de quienes han legislado sobre estos asuntos, votan mal. Por eso quizás no hay demasiado interés en gestionar con diligencia esta pandemia, y en cambio se desarrollan leyes tan urgentes e imprescindibles como la de la eutanasia, a modo de advertencia. ¿Qué podemos esperar de quien critica extender a menores el recurso del 016?
Es probable que el aspecto más repugnante y silenciado del maltrato sistémico que sufre el menor es el relacionado con su institucionalización y las alternativas sociales que se le ofrecen. De un tiempo a esta parte y no solo en España, se ha introducido en la agenda de política internacional el disimular cierta clase de lamparones sociales de cara a ofrecer una mejor imagen en el exterior. Así, hablar públicamente de sectas, crímenes rituales o satanismo se ha convertido en un tabú, por miedo a otorgar al país un cierto regusto tercermundista. Por esa misma razón, casi todos los estados han cerrado la posibilidad de adopción internacional de niños menores de seis años y sanos, con el objeto de aparentar carecer de infantes abandonados o huérfanos… Cuando lo cierto es que, demasiado a menudo, los tienen institucionalizados, sin familia o incluso sin censar o registrar en los programas sociales por falta de medios o interés. Con frecuencia se añaden los prejuicios xenófobos o racistas hacia los países occidentales, caricaturizando la adopción extranjera como una especie de compra de niños que hacen unos blancos ricos.
A nivel nacional sucede algo similar: por negligentes o maleantes que sean los padres y para maquillar las estadísticas, no se llega casi nunca a dar un menor por abandonado y susceptible de ser entrar como fijo en una familia, sino que se le obliga a encadenar temporalidades precarias en centros tutelados hasta que cumple la mayoría de edad, cuando queda abandonado a su suerte. Los niños no votan, pero la canalla sí; y es mejor que los niños se gradúen en la calle con bachiller en reformatorio que darlos en adopción a una familia que, presuntamente, votará mal. Todo está directamente relacionado con la filosofía que repudia la caridad: cierto sectarismo político hace preferir que los necesitados se pudran en un agujero miserable a reconocer que el Estado es incapaz de cubrir las necesidades sociales de todos.
No deja de ser sorprendente la poca visibilidad que las instituciones dan a la necesidad de que los niños tutelados encuentren una familia que los acoja temporalmente en lugar de estabularlos en una institución. Digo estabular y más bien debería decir esconder, porque de este modo se evita reconocer públicamente la custodia de un menor como un fracaso político, y el gestor responsable puede sacudirse los remordimientos fantaseando con que se trata más bien de una mala decisión individual ciudadana: un feto que debió abortarse a tiempo, en lugar de dedicarse ahora a agraviar las arcas públicas. El tema del coste es importante, porque los organismos públicos pagan unos tres mil euros por cada menor para el que delegan su cuidado en alguna oenegé o asimilable, lo que hace pensar a algunos que esta práctica podría haberse convertido en una especie de negocio que se arruinaría en caso de que el acogimiento familiar de menores se popularizase.
Termino recordando, al hilo del último tema, que la custodia de menores es el único servicio social (junto con la ayuda a la dependencia) cuya prestación se delega masivamente en entidades privadas, contradiciendo el sacrosanto principio de que los bienestares y protecciones básicas hacia la ciudadanía deben brindarlas personal público, para garantizar su calidad y nivel de servicio por encima de cualquier presunto interés económico de un contratista. Por supuesto, estas excepciones no reciben críticas o siquiera se hacen notar por ninguna facción política. Tal vez sea porque los grandes dependientes y los niños no votan.
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