El regreso a la juventud

Aserradero Cangas de Onís

JOAQUÍN ECHEVERRÍA ALONSO

En el taxi, en Sao Paulo, tome una decisión. ¡Estoy harto! lo dejo todo, que el gran socio considere que yo tengo que negociar ese cohecho tan burdo es excesivo, una cosa es que yo aceptara participar en pequeñas corruptelas y otra cosa renegociarlas en nombre de otros. Pasar por la cárcel no está en los escenarios que contemplo para mí.

Han pasado unos días y busco trabajo, no he durado ni un minuto en la Compañía desde que hice mi planteamiento.

Ahora no me limitó a buscar en los anuncios de la sección de trabajo de los grandes periódicos, en grandes empresas. No se porqué he entrado en Internet a buscar en las empresas de mi región, donde la probabilidad de trabajo a la altura de mis circunstancias es remotísima. ¡Milagro! El aserradero de Cangues busca un contable con conocimientos de idiomas, los que yo domino. Soñé con los años de adolescencia y mandé mi currículo, resaltando mi estancia en la villa en el pasado.

Al fin volvía a Cangues, esta vez para quedarme. Sentía una cierta excitación por el reencuentro con la villa en la que había pasado los mejores años de mi vida. Recordaba el compañerismo, el ambiente, la simpatía de los vecinos. También las calles y rincones del lugar… En la primavera nos bañábamos en el río, crecido por las aguas del deshielo. Los recuerdos volvían a mí como tantas veces lo habían hecho, pero esta vez en forma de un torrente que se desbordaba.

Había estudiado allí en la adolescencia. Cuando terminé esta fase de estudios don Enrique me convenció de que fuera a la universidad. Por medio de una beca salario realicé estudios universitarios y de ahí, sin saber cómo, pasé a una multinacional en la que trabajé como “yupy”. Así viajé, me relacioné con gentes que hablaban idiomas, que presumían de conocer restaurantes y vinos, grandes hoteles y que competían en comprarse corbatas de seda y trajes caros. Algunos de mis compañeros dilapidaban su dinero de modo escandaloso, eso me parecía. Yo estaba aclimatado, pero no acababa de sentir que ese era mi mundo. Decidí que aquella vida se había acabado para mí.

Llegué en autobús dispuesto a emprender una nueva vida. La alameda, previa a la villa, ya no estaba, la carretera se la había tragado, ahora era más ancha y con aceras. El puente sobre el río por el que se accedía al pueblo se sustituía por un viaducto. Llegué a la villa y el puente romano me pareció más pequeño aunque siguió pareciéndome muy bonito. A continuación el coche de línea en vez de parar junto al puente, siguió su camino por la antigua vega, la recordaba cuajada de prados y establos. Pero estaba desconocida, absolutamente urbanizada cubierta de naves industriales, de solares, escombros y contenedores con restos de obra. La nave más grande hacía la función de estación de autobuses.

Me bajé del autobús y esperé ver alguna cara conocida, efectivamente por allí deambulaba aquel cobrador, el antipático. Movía equipajes, se le había agudizado la cojera, su pelo se había encanecido por completo y por su gesto me pareció que estaba agobiado. La estación aparecía obscura. Recogí mi equipaje y me dirigí al exterior, pasé ante los servicios higiénicos de la estación, estaban sucios y descuidados. Ya en el exterior me encontré con Paquito, el hijo de Curro el taxista, no tenía buen aspecto, como si su salud no fuera la mejor. Tomé su taxi y le pedí que me llevara al hotel Ventura, me dijo: lo cerraron hace mucho… diez años… o más, pero Casa la Viuda sigue funcionando. Después al cabo de un rato me dijo: 

-Le recomiendo el parador es más nuevo y gusta más a los forasteros. 

No me había reconocido, habíamos jugado tantas veces a los dados en el Torreón, como Gildo el fontanero que hacía de vocalista en la orquesta local y el Melli, el otro fontanero más viejo que nos planteaba acertijos a los estudiantes, para demostrarnos lo listo que era él y lo burros que éramos nosotros. Ahora no comprendo porqué a este personaje le aceptábamos este tipo de actuaciones.

En otra época, años atrás, me habría identificado, pero mi carácter había cambiado. Insistí en ir a Casa La Viuda. Desde el coche vi caras conocidas, pero las figuras de las personas habían cambiado ¿Habría cambiado yo tanto? Por las aceras deambulaban algunos desocupados de los de siempre. En la fonda no reconocí a nadie, no vi a nadie de la familia propietaria. Esperaba ver a María la jovencita de la casa, aquella adolescente de ojos tan graciosos, así la recordaba.

La fonda estaba remodelada, irreconocible, pero seguía resultando trasnochada, no se parecía en nada a los hoteles que había frecuentado en los últimos años. Apenas probé la cena, la carta era muy corta y no me resultó nada apetecible, tampoco tenían un vino decente. 

Al día siguiente reparé en las personas de servicio de Casa La Viuda, eran inmigrantes. Mientras desayunaba, en el comedor entró un niño que apenas andaba, morenito y de ojos negros. Se agarró a mi pantalón, en otra circunstancia me hubiera preocupado que me manchara, pero incomprensiblemente me hizo gracia y acaricié su cabeza. Una joven andina, con delantal y cofia, corrió a cogerlo y se disculpó torpemente, al parecer era su madre. Me hizo gracia la situación. La mujer, apenas una niña, se retiró azorada ante la mirada de reprobación de una mujer grave, que hacía las funciones de jefa del comedor.

Me dirigí al aserradero, lo recordaba grande y moderno; había sido declarado Industria Modelo en la época desarrollista de mi adolescencia. Ahora era una instalación envejecida, todos los empleados mayores que yo, los mismos de su época de esplendor. La entrevista con el dueño fue agradable, me trató con consideración, aunque no entendió porqué tenía interés en este trabajo, una persona con ese historial, resaltó. Me dijo: no entiendo a los jóvenes, mi hijo que es Ingeniero de Montes, trabaja para un banco en temas de bolsa, viaja mucho, y no aparece por aquí aunque esto un día será suyo. En cambió, tú vienes de una consultora internacional y quieres meterte aquí, pese al sueldo que podemos pagar, no lo entiendo.

Pensé en renunciar, no era cuestión de sueldo, divorciado sin hijos y previsor en estos quince años, estaba en situación de retirarme para hacer una vida sencilla, pero me encontraba joven para no hacer nada. El recuerdo de Cangues me había cegado, llenado de ilusión, las fantasías con las que había soñado se desmoronaban. Quizás no fuera juicioso emprender esta andadura. No me comprometí. Don José, que así se llamaba al dueño del aserradero, me dijo que meditara antes de decidirme, pues aunque le hacía ilusión contratarme y hasta pensaba en aumentar las funciones a encomendarme, era mejor no empezar a hacerme cargo del trabajo mientras no estuviera seguro de poder aceptar un compromiso de estabilidad en este empleó.

Volvía a la fonda, en la calle me encontré con María Dolores. Reconocí sus ojos alegres, estaban rodeados de una cara gruesa, con cierta papada, ahora su cuello resultaba demasiado corto y su estatura muy escasa, para el perímetro que había alcanzado. El lunar de la ceja había crecido y ya no era gracioso. Pero no había cambiado, tan simpática como siempre me dijo que yo no había cambiado nada, no pude responder la misma lisonja, me había noqueado el impacto de su aspecto. Seguía casada con mi amigo Juancho, que no estaba muy bien de salud y tenía tres hijos adolescentes, al parecer unos trastos.

Llegué a la fonda y pensé en pagar la cuenta y trasladarme al Parador mientras decidía si aceptar o no el trabajo. Dudaba, recordé el clima de Cangues, pensé en sus limitaciones de vida social. Pensé: es curioso, es la primera vez que pienso en el clima y en las limitaciones del ambiente de la Villa.

Parador de Cangues
Parador de Cangues

La joven del desayuno estaba detrás de la recepción, con su ropa de rayitas verdes y un delantal blanco, su pelo negro recogido y ojos rasgados. Resultaba tan pulcra, tan limpia, tan carente de artificio, pensé: pasaré una noche más. Pedí la llave y subí a la habitación. Decidí comer en la fonda. La comida sencilla, esta vez me agradó. El niño no irrumpió en el comedor ¿Porque me acordé del niño? Era como si esperara verlo venir a mis pantalones.

Después del postre, salí a tomar un café ¿Seguiría funcionando el Torreón? Pretendía darme un paseo por el borde del río y lo hice, tenía tiempo y el río era tan tranquilizante… pero apenas paseé media hora hasta la llera, en el pedregal lancé tres o cuatro piedras, pronto noté un dolor en el brazo. Volví a la Fonda, no por el dolor, algo me impulsaba a volver, pensé en dormir una siesta. La joven de la mañana seguía en recepción le di las buenas tardes y pedí mi llave, me dijo: tiene usted un recado de D. José, recogí la nota y no pude evitar preguntar por el niño. La mujer me miró desconcertada y se apresuró a excusarse de nuevo: 

-¿Por qué? ¿Acaso le mancho a usted?- 

Torpe le repliqué: -No, ¡Es que es tan gracioso!, pero en absoluto, no me molestó, es más me gustaría verlo…-

Me contestó con frialdad: -Está durmiendo pero no se preocupe me ocuparé de que no moleste. 

Insistí en que no me había molestado. 

Así pasamos diez minutos en un diálogo de besugos. Fuimos interrumpidos por alguien que pedía la llave con cierta desconsideración. Esto me despertó de un estado de falta de dominio de mis sentidos. Subí a mi habitación y medité: 

“No tiene sentido ¿Qué hago aquí pensando en un trabajo que no está a altura de mis capacidades, en una fonda de mala muerte y pendiente de una camarera inmigrante? ¿Qué interés puede tener para mí una mujer como ésta que no pertenece a mi mundo y ni siquiera sé como sé llama? Eso… ¿Como se llama? Veo que no me libro, dormiré una siesta y me iré de aquí, si hoy no hay un autobús, tomaré un taxi, se acabó”.

De pronto recordé la nota de don José, pensé: 

“¿Qué me importa la nota si me voy? ¡No! No me interesa este trabajo, ni esta villa, ni nada de nada, además María Dolores sigue casada, por cierto ¿Qué habré visto yo en esa mujer? Si hasta el lunar que recordaba tan gracioso se va a tener que operar. Pero debo reconocer que sigue tan simpática, que suerte tuvo Juancho, ¡Debe ser tan cariñosa!”

El cerebro me bullía, bajé a por la nota. Me decía que no me apresurara, pero quería que supiera que él estaba muy interesado, aunque si le contestaba que no, comprendería mis razones. En todo caso quería cenar conmigo, si me era posible, además estaba de vacaciones su hija María Ester, que le agradaría verme y recordar viejos tiempos.

Cenamos pero puse como condición hacerlo en La Viuda y que pagaría yo. Me resultó muy agradable, Balbina no apareció por el comedor, así se llamaba la joven del niño. María Ester, unos años más joven que yo estaba bellísima, la recordaba muy borrosamente, pero mujer de mundo y con posibles resultaba interesante como se la mirara. Estuvo cautivadora en la cena y me insistió en que tenía el máximo interés en que colaborara con su padre, ya que había estudiado mi historial y recordaba lo listo que era, cuando estudiaba y que el negocio tenía gran porvenir si alguien de mis características le daba un nuevo aire. Además ella estaba tan interesada…

Pasé la noche meditando, no dormí bien, me levanté temprano, me aseé pensando: ¿Pero que hay que pensar? Aquí no hay espacio vital suficiente, ese trabajo no es gran cosa, claro que María Ester podría contribuir a hacer esto más llevadero, pero…

Bajé a desayunar y se me cruzó el angelito del día anterior lo cogí, lo levanté y se asustó. Comenzó a llorar, su madre llegó al rescate, disculpándose a medias, sus razones sonaban más a reproches que a disculpas, me disculpé torpemente por asustar al niño. Desayunando me sorprendí pensando en Balbina, pero ¿Qué me importaba a mi esta gente? ¡No eran de mi Mundo!… ¿Qué tenían que ver conmigo?

Salí a pasear, no había hecho el equipaje, no había pedido la cuenta, no me había mudado al Parador. De pronto me sorprendí preguntándome si Balbina estaría libre, si cargaría sola con el niño, si pasaría estrecheces.

¿Y a mi qué…? Pensé. De interesarme alguien aquí, sería María Ester ¡Cómo había cambiado! ¡Qué elegante! ¡Qué interesante!

No voy a aburriros con detalles…

Han pasado dos años, ya no trabajo en el aserradero. María Ester fue muy agradable al principio, una buena compañía, compartimos aficiones viajamos mucho a Oviedo vimos juntos cine, teatro. Asistimos a tertulias culturales, pero ella quería algo que yo no podía darle a ella.

María Ester terminó resultando insufrible al ver mi inclinación por Balbina y tuve que abandonar el trabajo en el aserradero.

Bueno mi vida ha cambiado otra vez, también la de Cesar Augusto, que así se llamaba el hijo mayor de Balbina. Ahora tiene un hermanito, yo dos hijos y soy feliz. Digo que soy feliz con Balbina, aunque no compartamos las mismas aficiones en Música, Literatura, viajes y mil cosas más.


Publicado por Joaquín Echeverría Alonso

Ingeniero de minas . Aficionado a contar historias más o menos reales.

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