Una distopía verdadera

Una distopía verdadera

IVÁN CANTERO

No ha habido escritor contemporáneo con una mínima pretensión que no se haya arrogado a intentar filosofar sobre la evolución de la humanidad, concibiendo casi siempre un futuro dictatorial de aspecto amable con el ciudadano. Curiosamente, la idea de un gobierno global o al menos una coexistencia de grandes bloques continentales o de afinidad cultural ya era una constante en este tipo de obras desde el inicio del siglo XX. 

En un primer momento se pensaba en el triunfo de filosofías extrañas o políticas totalitarias que empezaban a asomar por Europa adelante; pero desde mitad del siglo pasado hasta hoy las simientes se volvieron más prosaicas, imaginando esta vez que los detonantes serían la tecnología o una suerte de pacto entre multinacionales que llegan a ser más poderosas que los propios estados. En todo caso, tanto en la realidad como en la ficción era necesaria una cierta dosis de fantasía conspirativa para que el paisano de turno pueda llegar a creerse que tal cosa pudiera llegar a ser verdad… Es decir, se identificaban actores que pudieran empoderarse de tal modo que llegasen a una influencia y control que les permitiese imponer sus intereses en gran parte del mundo.

Hoy se fragua una nueva distopía que renuncia a manos negras, sociedades secretas y cualquier tipo de discreción. Es real y muy explícita, tan inminente que no va a dar tiempo de novelarla antes de que termine de implantarse, y se ilustra con una especie de ruleta de la fortuna hueca multicolor que aparece en muchos logotipos y solapas en forma de pin. Esta vez no se trata de suposiciones acerca de algún grupo de influencia que pretenda imponerse a los demás, sino que se trata de un plan bendecido e impulsado por la organización global más reconocible, que es la ONU.

Echando un vistazo a los objetivos oficiales de la ODS (la famosa Agenda 2030), es seguro que con más o menos matices todo el mundo aceptaría como razonable lo que allí se propone. Sin embargo, y desde mucho antes de su arranque oficial, solo se trabaja en lo que tiene que ver con el cacareado cambio climático, que es el único y verdadero interés por el que se fraguó esta farsa. La razón es bastante sencilla, dado que la filosofía de este nuevo ecologismo tiene la excusa perfecta para redefinir los estándares de lo que políticamente se puede denominar bienestar humano, algo que permite sacar beneficio a múltiples actores, tanto políticos como privados. El más antiguo, sin duda, es el empresarial: los productos industriales tienden a bajar de precio con el tiempo por factores como el abaratamiento de la producción en masa o la competencia. Los encargados de la mercadotecnia tienen que usar su imaginación de manera recurrente buscando maneras de volver a introducir en el mercado productos con un precio mayor, y a falta de innovaciones (que no siempre llegan o tienen éxito), el sello de eco o bio es la excusa perfecta para convencer al consumidor de adquirir artículos mucho más caros por proceder de sistemas de producción menos industrializados, bajo el chantaje de que si no lo hacen serán cómplices del deterioro de nuestro planeta. Esto facilita también a las grandes empresas ideas perfectas para reducir costes o incluso aumentar beneficios, por ejemplo cobrando bolsas de plástico o bajando el nivel de servicio de locales u oficinas al tiempo que mejoran su reputación social.

Evidenciadas ya las simples razones por las que el tejido empresarial se ha subido con rapidez al carro del nuevo ecologismo y es uno de sus mejores defensores, queda por analizar el interés político en todo esto. Las principales impulsoras han sido, por supuesto, las izquierdas: desde la revolución pijipi de mayo del 68, ya casi nadie les compraba la burra ciega de la lucha de clases en los países desarrollados, encontrándose con la puntilla en los noventa con la materialización de su fracaso ideológico al desmoronarse la URSS y su órbita. Esta crisis las obligó a reinventarse (y es lo que nos ha tocado sufrir en estos tiempos), pero lo cierto es que en lo económico evidenciaron no saber hacer las cosas más que como siempre, que en la práctica se traduce en el empobrecimiento sistémico e insolvencia para gestionar situaciones de crisis. Por lo tanto, si mediante propagandas se consigue convencer al sufrido votante de que el ideal es un estándar de vida peor que el actual, tendrán mucho más fácil presentar su gestión como exitosa. 

A nivel global hay intereses también de otros segmentos en el espectro político para seguir esta corriente: es la manera más fácil de que dirigentes y sátrapas de países en vías de desarrollo, con el patrocinio de las organizaciones supranacionales, puedan homologar en público el haber terminado con la pobreza en sus dominios. Y es que los burócratas del cambio climático afirman sin tapujos que la manera de revertir la situación catastrófica que se nos viene encima es pasar a hacer una sola comida diaria, en la que debemos excluir toda proteína animal que no venga de insectos. Además, tendremos que renunciar a nuestra insostenible higiene personal y a consumir apenas energía, que una vez decidimos renunciar a la nuclear, resulta muy cara de producir. Como dijo en su día Donald Trump en la infame sucursal de Davos, lo que no consiguió el miedo a la superpoblación, el agotamiento del petróleo o el agujero de la capa de ozono lo está logrando la propaganda del clima.

Desde esta perspectiva es fácil identificar el nacimiento de nuevos carismas políticos, que lejos de representar la decadencia de la vocación política en forma de representantes públicos con un currículum mediocre, son perfiles utilitarios para el nuevo régimen con estómago suficiente para defender en público cualquier medida disparatada o repugnante que corresponda defender en cada momento. La decadente Europa occidental, tan bien retratada en la obra de Houellebecq, cree que conserva todavía peso político en el mundo, cuando lo cierto es que desde hace años no es más que un pelele que se ahinoja ante tiranos y consiente ser el laboratorio social de todos los lobbies sórdidos que compiten por diseñar la sociedad futura. El este del continente todavía resiste, pues la mayoría de sus generaciones todavía conserva anticuerpos frente al virus del totalitarismo soviético… Al cabo, ya han vivido sus propias distopías locales, que solo han podido ser contadas por distopistas retrospectivos como Solzhenitsyn o más recientemente Mircea Cartarescu. No veo peligro de que esta asimilación se dé en otras latitudes: ¿se imaginan a los estadounidenses, que viven en inmesas ciudades horizontales, renunciar a utilizar el automóvil?

Queda dicho. Dejen de fantasear y dense prisa por terminar la novela.


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