Las cárceles del siglo XXI

Las cárceles del siglo XXI

KAY

Antes de ayer más de uno dejó de respirar durante casi 7 horas y con ello dejó de “vivir”, en cambio, algunos afirmaron haber resucitado. Y sí, les hablo del “apagón”, de la vuelta a la realidad, del viaje en el tiempo que vivimos anteayer durante la tarde y parte de la noche: Facebook, Instagram y Whatsapp abrieron sus puertas.

Y digo abrieron porque regalaron, por un error de los carcelarios (equipo de Facebook), unas horas de libertad a sus reclusos: la población. Las redes sociales se han convertido en una prisión, el problema es que la gente no es consciente. Aunque de vez en cuando hay quien acepta que ha sucumbido a los encantos de estas drogas tan devastadoras.

Miren, yo desde hace bastante eliminé mi perfil personal de Instagram. De este modo me ahorro la destructiva y pesada tarea de enterarme de lo que acontece en vidas ajenas; más o menos cercanas a mí. A Facebook lo tengo, esperando a que cometa la locura de descargarlo de nuevo (cosa bastante improbable, se lo aseguro). A Whatsapp, que forma parte de mi día a día, le encuentro un sentido más amable y simpático, aunque es igualmente corrosivo, al menos, para gran parte de la población.

Ya les he contado en qué punto se encuentra mi relación con las cárceles que ayer dieron libertad a sus millones de presos y que acapararon portadas de última hora. Me detengo ahora en un factor determinante en este asunto: la libertad.

Me resultó curioso a la vez que triste observar un fenómeno que pocos habrán advertido. Cualquiera lo llamaría “imbecilidad”, pero no, aunque la gente esté profundamente ida y absorta no es imbecilidad (obviando que vivimos en una sociedad bastante agilipollada). Es imposibilidad, es impotencia. “Whatsapp e Instagram se han ido, por fin experimento la libertad”, decía una joven y yo quedaba alucinado. Y es que lo interesante aquí no es lo que ha dicho, que podría resultar una broma, sino lo que hay detrás del comentario. Yo lo traduciría como: “estoy atrapada y no puedo salir excepto que pase lo de hoy”. ¿No les ha pasado estar tratando de leer o trabajar, mirar un par de notificaciones; apagar el móvil; ponerse a leer o trabajar de nuevo y, sin darse cuenta, extender su mano (inconscientemente) para ver de nuevo la pantalla, pero sin notificaciones porque sólo han pasado 10 segundos…

Esto último es sólo la punta del iceberg, un aspecto preocupante que invita a tirar del hilo hasta llegar al punto “G” del crimen. Antes de llegar a él, hay un recorrido de aspiraciones y motivaciones sumadas a estados de ánimo y nuevas reglas impartidas por docentes sociales: los influencers. Bien pues, en esta ensordecedora reunión de cuestiones tan dispares pero reunidas en el mismo saco, se encuentra uno de los motivos que llevó a más de uno ayer a sentirse liberado o nervioso.

Si se han fijado, las redes las tienen para ojear y ser ojeados, no hay más. El 80/90% del tiempo es para ver la vida de otros, el resto es para hacer un uso inteligente de la plataforma (en algunos casos este porcentaje restante no existe). Si estos individuos se quedan sin sus redes, no estarán “enteraos” de lo que le pasa a sus “amigos” y oigan…es un dramón, un dramón de verdad (nótese la ironía). En ese ojear la vida de otros se encuentran el vicio y la necesidad.

Al final, entre lo anterior y ese gesto para encender el móvil tras haberlo dejado en paz sólo 10 segundos, el individuo es consciente de que está siendo coartado de su propia libertad por sí mismo, porque no hay nadie culpable más que sí mismo. Es el propio individuo que está encerrado y no sabe cómo salir, porque las reglas sociales y ese sistema que han formado los de su generación y otras tantas (previamente) no se lo permiten, ¿por qué no? Porque se saldría del cuadro de lo común para entrar en el de la marginación social.

¿Entienden ahora por qué esa chica y otros tantos ayer hablaban tanto de libertad? Porque nadie podía “tratarles como marginados”, todos estaban en la misma circunstancia. Habían alcanzado el orgasmo más maravilloso que es la libertad y se dieron cuenta que es la mejor droga, pero que es muy cara, tal vez demasiado y muy pocos estarán dispuestos a adquirirla o tan siquiera intentar acercarse a su punto de venta. Habían logrado salir, sin quererlo y a marchas forzadas, de las redes sociales (excepto Twitter y otras de menor envergadura) que son las cárceles del siglo XXI.


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