Forges. El País 22 de octubre 2007
Vivimos días en los que, de manera abrumadora, los más potentes altavoces mediáticos, en sus distintas formas, aleccionan repetitivamente con una cosmovisión totalitaria, que dicta el pensamiento único, que brota de la fuente progreta, del cual resulta incómodo, incluso peligroso desertar, ni que decir tiene cuando en ello va el pan de cada día. Todavía estamos en la fase autoritaria -que precederá a la totalitaria-, aquella en la que, de momento, se tolera lo que se piense privadamente, con tal de que el individuo, paulatinamente clasificado en un colectivo, se manifieste públicamente según dicta la voz imperativa del Ministerio de la Verdad.
La supuesta libertad de expresión queda restringida al ámbito de lo políticamente correcto. Salirse de él supone la lapidación mediática, la condena al paredón en el que los fusileros de la progresía dominante ejecutarán civilmente al osado discrepante. Mantener la presencia de ánimo que permite defender las propias ideas tiene un elevado precio, que conduce al premio del ejercicio de la propia libertad. «La libertad es derecho a ser diferente y la igualdad es prohibición de serlo» (N. Gómez Dávila).
El sistema silencia al individuo, colectiviza el pensamiento, de modo que, quien no esté de acuerdo con los dictados de la propaganda se sienta un friki reaccionario, aislado en un mundo en el que muy pocos piensan como él, quedando reducido a un estado de postración intelectual y moral. «La propaganda nos convierte en criaturas desquiciadas que reaccionan como el perro de Paulov al sonido de la campana. El perro segregaba saliva, nosotros segregamos miedo, otras veces complacencia o resignación, según le convenga a la propaganda» (J.M. de Prada).
El primer paso para hacer frente a la tiranía del pensamiento requiere atreverse a pensar y contrastar evidencias, repensar el contexto que se nos impone, no aceptar aquella realidad mediática en la cual está ausente el sentir y la percepción de muchas, de muchísimas personas que piensan, sienten y disienten, pero que callan tímidamente, víctimas de un complejo de inferioridad, cuando no de miedo. A base de silenciar determinadas realidades, pueden llegar a hacernos creer que no existen, aunque estén ahí y seguirán estando.
Alexis de Tocqueville ya lo advirtió:
«… quienes negaban el cristianismo elevaban la voz y quienes aún creían se callaban, sucediendo lo que se ha visto a menudo después entre nosotros, no solamente en materia de religión, sino en todas las materias. Los hombres que conservaban la antigua fe temieron ser los únicos en permanecerle fieles y, rechazando más el quedarse aislados que el error, se unieron a la masa sin pensar como ella. Lo que no era todavía sino el sentimiento de una parte de la nación aparentaba así ser la opinión de todos y, desde entonces, pareció irresistible a los ojos de los mismos que le daban esta falsa apariencia».
Para que el mal triunfe es suficiente que los hombres honrados no hagan nada (Emund Burke). Martin Niemöller criticó la cobardía de los intelectuales cuando los nazis llegaron al poder:
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio,/ya que no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/guardé silencio, /ya que no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, / no protesté ya que no era sindicalista
Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, / ya que no era judío,
Cuando vinieron a buscarme, / no había nadie más que pudiera protestar.
El plan está cuidadosamente diseñado por los intelectuales neomarxistas, mediante la colonización, a modo de lluvia fina, de la cultura, moral, estética, comunicación… a todos los niveles que podamos imaginar, ya que han aprendido la lección del fracaso histórico que tuvieron al tratar de ocupar el poder en occidente mediante la violencia totalitaria. Resulta vital en tal planteamiento el establecimiento del neolenguaje, que consiste en adulterar el significado de las palabras, para convertir la forma de comunicación en instrumento de dominio. Una vez que se generaliza el uso del lenguaje corrompido, el individuo y la sociedad quedan inermes ante el neopensamiento dictado por la oligarquía globalista, que se sirve del relativismo para adaptar la realidad a su conveniencia momentánea, bloqueando la discusión y paralizando el pensamiento. El poder supranacional dicta, en cada momento, la religión civil en la que los ciudadanos deben creer y quien se resista será obligado.
La democracia, que es el mejor de los sistemas políticos posibles, consiste en crear estados de opinión, por lo que sólo participando activamente en ella, de manera coherente y eficaz, se puede trabajar en pro de la verdad, sobre la que debe basarse el consenso. Enrique Rojas lo expresa de siguiente modo: «Relativismo, escepticismo y finalmente nihilismo tienen un tono devorador, porque de ellos emerge un hombre pesimista, desilusionado, indiferente a la verdad por comodidad, por no profundizar en cuestiones sustanciales. Así, surge la idea del consenso como juez último, lo que diga la mayoría es la verdad». Es decir, que si la mayoría decide que a las 11 de la mañana es de noche…
Habrá que cuidar el porvenir de las palabras, rescatando su significado y concurriendo, sin complejos, al mercado de las ideas, con el convencimiento del que posee un mejor producto que ofrecer. La búsqueda de la verdad en el debate público es imprescindible en una sociedad democrática, para no estar condenada a la demogresca, en la que la discusión deja de ser un proceso de búsqueda para quedar convertida en una tramoya del poder de turno (Cheryl Misak).
«Que no nos pase como a los árboles que no tienen dogmas o a los nabos que son singularmente tolerantes»
Chesterton
«Solo quien nada contracorriente sabe con certeza que está vivo»
Chesterton
«No es la verdad fruto del consenso, sino que más bien es el consenso el fruto de la verdad y que por esta razón ha de ser la verdad el foco del debate público»
Jaime Nubiola
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