Patriotismo

Patriotismo

IVÁN CANTERO

A veces me pregunto qué significa de facto ser patriota, más allá de lo que diga la RAE, o mejor aún, qué significa ser patriota en España. Sin duda, no debe ser nada bueno.

Recuerdo el famoso juicio por el apuñalamiento de Carlos Palomino, en el que la fiscalía preguntó al agresor, de manera nada inocente, si se consideraba patriota. Este, sin duda instruido por su abogado defensor, respondió que le gustaba que ganase la selección española de fútbol, eludiendo el autodefinirse como tal. Podemos concluir entonces que el patriotismo puede llegar a ser considerado en España un agravante que convierta un homicidio en un asesinato, o cuanto menos un indicio razonable de que el individuo que así se declare tiene vínculos o simpatía con alguna organización neonazi.

Curiosamente este silogismo también funciona en sentido inverso: matar a alguien que pudiera ser homologado como patriota no solo está desagraviado de cualquier consideración punible de odio, sino que incluso puede considerarse una especie de provocación que atenúe la condena del homicida. Si creen que exagero, recuerden el también célebre caso (y la ridícula condena para el agresor en primera instancia) del ex legionario muerto de una paliza por llevar unos tirantes con la bandera de España en Zaragoza. 

Desde la primera mitad del siglo XX se viene considerando en público los sentimientos nacionales como un cáncer causa de las dos guerras mundiales y cualquier otro mal concebible. Obviamente, no es más que una farsa para envolver de una manera amable la transición de la época colonial a los imperios basados en la influencia económica y social, esto es, lo que hemos dado en llamar lobbies.

Sin embargo, estos grupos están en general organizados por el aparato ideológico de un país sin posibilidad real de alternancia política a corto plazo, con lo que llegamos al absurdo de que el limosnero de un nacionalismo externo protege a indigentes intelectuales de otros países para que trabajen en disolver su nacionalismo local o alguna idiosincrasia cultural legítima. De esta índole existen muchos lobbies, pero quizás los más evidentes serían el chino, el chií, el suní, el ruso, el turco o el venezolano (si bien venido muy a menos desde la muerte de Chávez).

Desde luego, una manera mucho más asequible de hacer geopolítica que las intervenciones militares, y con una efectividad más que evidente. Por otra parte están los grupos de influencia virtuales, donde los óbolos para las sucursales de palanganerismo ideológico salen de bolsillos privados, habitualmente de algún multimillonario siniestro aburrido de trabajar en sus negocios que se cree un nuevo mesías.

Que nadie se lleve a engaño. El afán por destruir las identidades nacionales es transversal. Viene por la diestra y la siniestra, aunque de diferente modo. Antiguamente los lobbies puramente ideológicos venían de una sola dirección: el liberalismo apostaba por la globalización económica, con la excusa de que la interdependencia de recursos y productos entre países sería la garantía para la paz y el equilibrio, buscando en realidad abaratar costes con economías de escala; mientras que el socialismo necesitaba universalizarse para hacerse aceptable al pobre desgraciado al que le tocase sufrirla, no fuese a sentirse pobre y desposeído de derechos en comparación con el ciudadano medio de un país de economía más o menos liberal.

Hoy en día hay varios sabores de liberalismo y socialismo (a veces demócratas y otras no tanto) que, dos a dos, sirven al mismo amo, aunque finjan en público ser adversarios políticos. Sirva como síntoma evidente que, en las corrientes imperantes, las izquierdas han dejado de preocuparse de la clase trabajadora para abrazar cuestiones más filosóficas y culturales (en principio ajenas a la política propiamente dicha); y las derechas se han diluido hasta desprenderse de todo conservadurismo o cualquier matiz ideológico fuera de lo estrictamente económico. Los objetivos, por tanto, han cambiado por completo.

El interés actual del Imperio no es sociopolítico, sino moral: no se trata tanto de suprimir estados sino de eliminar identidades culturales consolidadas, que son el verdadero problema. Por ello concilia perfectamente el tachar de fascismo la defensa de una identidad nacional tradicional y la simpatía hacia los separatismos, esto es, cultivar engañabobos que justifiquen la concepción de nuevos estados, porque contribuyen a la destrucción humanística de las naciones que descomponen; y solo aportan a cambio una historicidad ficticia y endeble fácil de someter.

Algunos de estos nuevos nacionalismos consiguen incluso contagiar a otros territorios, ajenos pero adyacentes, de que pertenecen a esta misma escisión de manera subsidiaria; aceptando de buena gana su rol de colonias bien mandadas. El objetivo ulterior de todo esto es claro: sin identidades culturales, los individuos se quedan en poco tiempo sin referentes morales; en consecuencia, inermes para cuestionar las decisiones de las autoridades que los gobiernan o bien orientar su propia vida. Los conceptos del bien y del mal pasan a ser relativos para todos, así que el peor y más amplio concepto del Mal se impone en la sociedad. Nótese que todas y cada una de las distopías literarias clásicas (y muchas contemporáneas) conciben el siniestro mundo futuro con gobiernos globales o de grandes bloques continentales. Por algo será.

El problema, no obstante, no está en el concepto de estructuras supranacionales en sí: la UE es una idea casi imprescindible para que el continente europeo (el más amenazado por las corrientes que estamos tratando de analizar) siga siendo relevante en el mundo. Pero si bien en lo económico ha cumplido sus objetivos, ha fracasado en lo político y todo lo demás, porque se ha ido tejiendo como un bloque en el que los intereses de unos pocos países se imponen a los del resto; llegándose al absurdo de que la Unión Europea como ente compita o entre en conflicto con la agenda de globalismos particulares, como sin duda son Reino Unido y Francia con las influencias que conservan en sus no tan remotas colonias. No hay quien me convenza de que este fuese el mayor factor que manejaron los ideólogos del brexit, que, por otro lado, no ha traído de momento para los británicos la hecatombe económica que otros vaticinaban más allá de la contingente crisis de los camioneros.

El patriotismo es, al fin, la mejor y casi única vacuna contra el imperialismo. Los imperialismos territoriales han pasado de moda porque son costosísimos de mantener y la historia les otorga siempre una fecha de caducidad. Ahora se ambicionan más bien los imperios ideológicos, y por eso se afean aquellos que trataron de ser respetuosos con las culturas locales (como el romano o el español) y se reverencian con toda desfachatez todavía los que, como el napoleónico, buscaban embadurnar Europa entera con los discutibles ideales de la Revolución Francesa.

La liga del Imperio se juega en muchos estadios, y si ahora podemos hablar con relativa libertad de quien pudiera estar detrás es solo porque hay otros lobbies políticos que compiten con ellos con un cierto éxito, algo que no ocurría hace pocos años. Más allá del voto o de otras batallas que se puedan librar en los foros públicos, hay algo todavía más importante para preservar la identidad cultural y moral de una nación, que es tener hijos y educarlos de manera responsable: durante décadas nos han tratado de persuadir para priorizar el hedonismo o la nadería como eje de nuestras vidas, de modo que sustituyésemos nuestra descendencia, si acaso, por mascotas (los que hoy trabajan por poner a los animales al mismo nivel que los humanos asumen el trabajo sucio por y para esto); o que al menos postergásemos la idea de reproducirnos lo suficiente como para imposibilitar matemáticamente el relevo generacional sin flujos migratorios.

Si esto se consigue, las naciones se disolverán por extinción, o al menos su identidad cultural terminará enterrada… Porque las patrias que están en peligro no son las de los territorios, sino la de nuestras almas.


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